martes, 27 de febrero de 2018

ENCRUCIJADA

Pasé por su casa para un saludo rápido. Hace años habíamos trabajado juntos con grupos de personas. Era alegre y llena de ideas. Los años habían corridos, se había casado y tenía un hijo. Sin embargo, su recepción era tan cariñosa, como no la esperaba a esa hora del día. "Mi marido -me dice- tiene una conferencia y yo recibo mi título. No pudo venir la señora que lo cuida y no sabemos quién se puede quedar con nuestro hijo." Ya tenía 6 u 8 años, y su desesperación la hacía confiar de mí aún después de tanto tiempo. La verdad, siempre he sido confiable. Nos pusimos de acuerdo dónde nos encontraríamos pues ellos no estarían en su casa. El pasaría en su auto por mi amiga y ambos llegarían a un lugar del parque algo alejado de la ciudad donde nos recogerían a una hora determinada. 

Llegamos de la mano. Eran miles los visitantes y había que aumentar los cuidados con el niño. "Si no me ves en un momento no camines ni corras. Quédate en ese mismo lugar". El, inteligente, me había entendido y apreciaba lo complicado que era el ir y venir de la gente. Era algo excitante incluso para mí ver a todo un mundo en movimiento. Jugamos, comimos de esas cosas que consideraba sanas y que a él le gustaban hasta que logramos sentarnos a descansar un rato pues estábamos muy cansados. El niño se veía feliz de conocer otros lugares y otros juegos sin que yo le hiciera demasiada recomendaciones, más bien le demostraba confianza. En eso un hombre maduro me pregunta "¿Y usted no teme a la muerte?" No quise atenderlo viéndome con el niño que cuidaba a mi lado que en ese momento quería seguir con la diversión. "En realidad no le temo", dije para no parecer poco gentil, desapareciendo el niño y yo entre la multitud. 


Al lado del parque, que debe ocupar un par de kms cuadrados, existe un antiguo pueblo ya renovado especialmente con sus colores diversos y llamativos de sus casas, algunas nuevas junto con pequeños edificios. Dimos una vuelta para conocerlo. Allí podría pasear a mi gusto si anduviera solo, pensé. En cada esquina, en cada plazuela, podría regocijarme mirando a la gente y su alegría. Cuando de repente encontramos al tipo que preguntaba por el miedo a la muerte. Creo que mi respuesta honesta le había llamado la atención y lo evité por el niño. Sin embargo, después de un rato lo volvimos a ver. "Y porqué no le teme a la muerte, señor?" El niño, escuchando que no le interesaba permanecer con nosotros, pidió estar en un local de juegos al frente de donde estábamos, tirando pelotas de trapo a unas caras que corrían por una pasarela. Estaba alegre y me trajo unos premios que había ganado. Allí comenzó la tragedia. Después de mirar al niño una cincuentena de veces no lo ví y me paré corriendo por las inmediaciones, seguro que lo encontraría pero pasaron los minutos y comencé a desesperarme. Me acerqué a un servicio de información donde se buscaba a las personas perdidas por altos parlantes, descubriendo con horror que había olvidado el nombre del chico. Y corrí y corrí en su busca. ¿Qué le iba a decir a mi amiga y a su marido que no conocía? ¿Qué iba a ser de mí?. Todo era un caos siendo lo peor el caos que llevaba en mi interior. Me acerqué al sitio donde nos encontraríamos para devolverle al niño pues ya era la hora según el acuerdo. Entonces ví que con tal gentío era imposible la probabilidad de verlo. y me subí con esfuerzo a un promontorio para tener una mejor visión. Lo que me llamó la atención fue un auto blanco desde el que saludaban de brazos a una de las personas en donde yo me encontraba. Caí allí mismo, extenuado, angustiado. En una tarde había cambiado mi vida. Se había hecho de noche, sin embargo, aunque menor la cantidad de gente siempre era bastante para andar y buscar. Había muchos menos niños y podía tener mejor vista para encontrar el mío encargado. ¡Encargado! Sí, a ti Vicente. Me dí cuenta que paseaba por partes ya vistas. La fatiga ya me consumía mi vientre vacío. No supe que pedí en un restorán grande y de buena atención, pues no me sentía calmado y me removía una angustia insoportable. En un par de horas iba a amanecer y me rendí al ofrecimiento que me hizo un escaño bien iluminado. Creo que lloré un poco. Vivía solo en un departamento y sentía ganas de estar en él y no saber de esta tarde. Sufría la soledad de quien se siente perdido por primera vez en su vida.





Pasaron varias días. Todos los días compraba el periódico para leer desapariciones de niños. Pero no sabía el apellido del marido de mi amiga ni del niño del que no recordaba su nombre. Con el único dato que contaba era el nombre de su madre. Así buscaba y buscaba. No quería volver a mi departamento y sentía una vergüenza muy grande que desgastaba mi personalidad para visitar a mi amiga a la cual le había fallado. No soportaba la posibilidad que me miraran como un irresponsable y torpe ni verles su amargura en sus rostros. Mientras tanto seguía dando vueltas. De alguna manera prefería esta libertad que me daba este lugar amplio, que se me ocurría más legítimo y real. Había arrendado acá otro departamento en un cuarto piso muy amable que me permitía pasar desapercibido de todos, y como era un residente tranquilo que ayudaba a subir  carritos de feria y bolsos, era tratado con mucho esmero por sus dueños y vecinos. Me dí tiempo para adquirir ropa y zapatos. pero en ningún momento perdí de vista que mi problema era encontrar a mi pequeño amigo acá y en otros lugares. 

Fui descubriendo. que podría adaptarme a una nueva vida, encontrar nuevos amigos y amigas. que podía reír y ser feliz con pocas cosas, cocinar o simplemente comer a mi elección en el parque o en el mismo pueblo. Entonces me dí cuenta que me había habituado a este lugar que no conocía. Había pasado cerca de un mes y ya tenía un escritorio donde trabajar y, por un poco de dinero, me había instalado un ordenador. Mi cuarto permanecía limpio y ordenado a mi gusto. Estaba contento con la nueva vida que llevaba aunque cargaba con esa preocupación latente, un peso de culpabilidad donde, al final, no podía sentirme estable ni proyectar mis sueños. En realidad, no había afrontado los acontecimientos como suelo hacerlo. Con mi amiguito extraviado era ahora yo quien estaba perdido.

Pero ocurrió lo impensable cuando un día, siguiendo a la gente que caminaba, una mujer con su hijo paseaban juntos con cientos de otras mamás delante algunos metros. Sólo me dí cuenta de un niño que miró hacia atrás, se zafó de su madre y corrió para abrazarme. Era Gustavo -ahora sabía y recordaba su nombre- y se mostraba feliz de encontrarme. "Perdona pero cuando no te ví me fuí al lugar donde mis papás me esperarían" -fue lo que me dijo el niño- "pero igual te saludamos desde nuestro auto". En eso llega mi amiga diciendo que no sabía dónde yo vivía para agradecerme esa tarde donde todo había salido perfecto.

Nos separamos. Me detuve, solo o en comunicación con la humanidad, respirando todo el aire que me había faltado. No sabía si estar defraudado, ofendido conmigo mismo o feliz. Un tipo de placidez y de paz inundaba mi alma. Me dí cuenta que había sufrido mucho pero que nunca había estado solo, que siempre alguien te necesita o alguien simplemente espera tu sonrisa, aunque no sepa de tu dolor.

Al día siguiente volví a mi departamento anterior, pagué lo que debía y me quedé en el que ahora ocupo en un cuarto piso, más grande, limpio y pintado con los colores que había sugerido. De repente sentí que lo podría molestarme -cuando ya estaba feliz de todo- era el tipo que me abordaba para preguntarme si temía a la muerte. En realidad, lo encontré un día para decirme que ya había resuelto su problema existencial y que vivía tranquilo.

Termino este relato pero no quiero negar su procedencia. Ciertamente no es de mi autoría, bueno, sí lo es, pues fue un sueño.
Un sueño único ya que nunca recuerdo alguno en mi vida, tal como recuerdan el suyo por las noches todas las personas.  Tomé una precaución: Si esperaba la llegada de la mañana el sueño se esfumaría en mi cabeza, por los menos éste aún lo recordaba, y me vine a mi cuarto del computador para escribirlo. Al principio me invadía una cierta angustia que apretaba mi pecho cuando lo escribía. Una vez escrito puedo deducir que tengo, quizá, una pequeña ración más de humanidad la que agradezco.

Vicente Corrotea

domingo, 4 de febrero de 2018

TAN SOLO UN LIBRO

Sostengo, concentrado, un libro que leo. Alguien pregunta para qué leo. Dudo que sea a mí a quien se dirige y hago que no lo escucho. "Porque los libros son bien caros", afirma acercándose.

Cierro mi libro con tranquilidad cuando me doy cuenta que ha bajado el natural bullicio dentro del carro del Metro. Sin quererlo abrazo el libro que llevo. Busco con la vista a quien me habló reconociéndolo porque ligeramente retrocede unos centímetros. Franca y modestamente lo miro a sus ojos.  






"Es cierto -le digo- que la adquisición de un libro se castiga con un alto impuesto, un 19%, sin embargo, para aquellos que sabemos que un libro puede ser un tesoro y aunque nos duela su precio, gozamos leyendo uno o dos al mes o esporádicamente. Yo no vivo sin leer un libro. Un libro bien escogido y bien leído lo hace a uno un poco más feliz y, a veces, muy feliz. Mire, ¿sabe lo que se ve desde acá por la ventanilla? Mañana verá lo mismo, pero la lectura le da a usted una visión mucho mayor tanto para observar un paisaje urbano como para apreciar a las personas. ¿Le digo otra cosa? Los libros le pueden enseñar a amar mejor. Sí. Le aseguro que se va a motivar, de vez en cuando, llevarle algún ramo de flores a su señora, porque usted querrá hacerlo y a ella recibirlo. En fin, le puedo decir que ya el libro lo ha tocado, lo ha motivado con la presencia del que llevo, porque un libro tiene misterio, luces y energías...".

El tipo ya no era un desconocido. Yo iba sentado y él de pie. Me dio la mano y se juntaron nuestras cuatro manos. Entonces pasó algo inesperado: alguien aplaudió y aplaudieron los demás que habían escuchado mis palabras no tan ordenadas como las que he escrito.


Vicente Corrotea