domingo, 23 de diciembre de 2018

EL JUEZ INCULPADO

Un día se presentó la policía en la oficina portando una demanda en contra del juez pues la mujer que realiza las labores domésticas en su casa, desde las 09:30 en punto hasta las 17:00 horas, ha descubierto que su patrón, entusiasta obstinado del juego llamado sudoku, ha hecho trampas, pues, al no poder completar algunos juegos, tal vez más difíciles que otros, había escudriñado en las páginas finales los resultados de las soluciones 36, 39, 41 y 76, lo que se consideró un abuso y quizás un acto de corrupción. Lo había sabido pues la revista de sudoku, que ignoraba ella dónde la guardaba, la encontró bajo la mesita de arrimo, o sea pudo hacer trampas también en otras ocasiones, pues se observaban otros signos en otras páginas.


El Juez Mayor pensó que la mujer exageraba la situación pero que, sin embargo, la corrupción podía entrar cuando las puertas quedaban abiertas. O cuando los padres y los mismos jueces no ejercían toda su autoridad para imponer la justicia incluso sobre las leyes, tantas veces confeccionadas con premura entre tazas de café y galletas. Pero tenía la seguridad que terminando este siglo 20 podría pasar en pueblos pequeños como el suyo, como decía el libro que estaba leyendo.



El Juez Mayor estuvo meditando el castigo que debía darle al juez, el más leal a su profesión en toda su provincia, el cual, después del fallecimiento de su esposa, nunca había salido por alguna noche a pasar un rato con sus amigos. Entonces se le ocurrió castigar a su juez subalterno a una pena de tres meses de reclusión nocturna domiciliaria que empezó a cumplir de inmediato. Mientras el juez denunciado cumplía con el castigo éste, por su parte, perdonó a la mujer que le atendía y le permitió que siguiera trabajando en su casa, pues llegó a considerar que al acusarlo sólo había cumplido con su deber. La sirvienta aunque pensando que hacía lo correcto sabía que con ello perdería su trabajo que hacía con esmero. Al saber que seguiría trabajando se ofreció para atenderlo desde el desayuno cada día para lo cual llegaba más temprano. Tuvo entonces que aprender los detalles de una rutina selecta para cada día de la semana. Para el lunes era cierto tipo de café fuerte pues ese día le costaba un poco más levantarse. Lo acompañaba con una porción de maníes seleccionados, un plátano cubierto de miel y, después de diez y quince minutos, terminaba con una infusión de hierbas que lo relajaba. Todo aquello iba junto de unas seis galletas con semillas que se conseguía en la capital. Y así cada día de la semana tenía su propio menú con sus proporciones estables. El Juez Mayor tuvo conocimiento del compromiso que la mujer había tomado con su jefe por no haberla despedido, y se alegró de no darle alguna lección pues le bastaba con dicha adhesión. 

Había pasado el tiempo en que la colaboradora llegaba a las 09:30 de la mañana cuando el juez se marchaba justo a la misma hora. Ambos se saludaban en la puerta. Lucrecia sabía que si tenía alguna novedad su patrón ya le había dejado un mensaje sobre un platito galletero, el último de un juego que él apreciaba. Pero las rutinas habían cambiado. Ahora ambos conversaban en un tiempo precioso para ambos. Al principio fueron los detalles de los desayunos y, poco a poco, aparecieron pormenores de la vida de cada uno y alguna sonrisa. El juez se llevaba alguna pequeña confesión de Lucrecia y descubría que se iba sintiendo mejor abrir su corazón cerrado ya tanto tiempo. Se preguntaba porqué había dejado continuar a su servicio a Lucrecia si lo había acusado a la autoridad y él mismo se respondía: Porque ella es una persona íntegra. Incluso la fue descubriendo como educada, fina y criteriosa. En uno de esos días hablaron de música selecta -aunque pudo pensar que no sería un tema para su colaboradora- y él le dijo que le gustaba mucho las composiciones de Gustav Mahler, especialmente el 2° Concierto. Ella le respondió que prefería a Edvard Grieg, siendo su favorito. Entonces él se propuso escuchar con más atención a Grieg para descubrir qué habría en el corazón de Lucrecia.


Un día, al restaurante el juez no llegó a la hora como lo hacía toda su vida de viudo. Enviaron al mozo mejor preparado a la oficina donde pudiera haberle pasado algún percance. Se había marchado a la hora de costumbre, le dijeron. El dueño del restorán era uno de sus amigos y se encaminó hacia la casa del juez, pues estaría enfermo y no tendría quien lo atendiera. Advirtió, al acercarse, que el alto volumen de la música en el barrio molestaría a su amigo, ¡pero la música provenía de su casa grande y señorial! Precisamente de su equipo de sonido que había permanecido cubierto todos esos años de un tapete, y el tapete de polvo y soledad.



El juez, que mediaba las causas más difíciles, se mostraba a su amigo desde un altillo de la casa con una cara que saboreaba las semanas que habían pasado tan rápidas como desafiantes. Lucrecia, que vestía con un atuendo sencillo pero de gran gusto, sintonizaba con los atavíos de la casa. En realidad se veía hermosa y muy digna. Entre ambos habían preparado el almuerzo y les había parecido divertido y estimulante.

-"He perdido a mi ayudante pues Lucrecia ahora es mi amiga. No he podido convencerla que se quede en mi casa. Le he dicho que se venga con su madre y tampoco. Creo que me he puesto viejo y mañoso. Bien, esperaré".
-"Todo a su tiempo, amigo. No se apura a la primavera. Y cuando llega es admirable".
-"Oye ¿Cómo es la música de Edvard Grieg? ¿La conoces?".
-"No mucho. Sé que es muy hermosa, romántica, dulce... Y muy apegada a su país, a su música y a sus danzas".


Pasaron los juicios en aquel pueblo y sus contornos, la mayoría de los casos cerrados eran asuntos familiares, especialmente de herencias. El invierno mientras tanto había sido especialmente frío pero los aromos prometían bellos colores y grandes promesas en primavera, que los habitantes ya habían previstos. Sentíase un ambiente festivo en la plaza, alegría en las calles angostas para que todos se saluden con sus nombres y recordaran sus historias pequeñas. Hasta el sol sonreía porque  también sabía que el Señor Juez dejaría de ser viudo y la Srta. Lucrecia abandonaría su soltería.



Vicente Corrotea





P.S. Aunque me encuentro al borde entre el remanente de mi fe y mi espíritu gnóstico, quiero hacer un recuerdo de la biblia que dice que el Reino de Dios es de paz, justicia y gozo. Serían mis propios factores del cuento al cual llegaría después de leerlo. Pero más, es mi deseo profundo que estas fiestas sean para ti de paz, justicia y gozo en tu corazón y en la perspectiva de tu vida prolongada cada día del año. Felicidades.




viernes, 9 de noviembre de 2018

ADIÓS, AMIGO

Sin dramas, con la pena que haya pasado tal acontecimiento aunque ya lo esperábamos, se marchó como si una nube se lo hubiera llevado. "Se fue al cielo de los perritos", comentó mi hijo. Y guardó silencio tal vez porque se sintió niño al decirlo y ahora le dolía el corazón de no serlo.

El asunto es que nuestro guardián -Raco- ya estaba muy decaído y mermado su ánimo por lo que llamamos a su médico. "Todavía puede vivir unos cuantos meses si lo sometemos a un cuidado especial en mi clínica. Así se reanimará". Pero Raco, sufriendo con un destino de días de 24 horas dolorosas, sin poder escuchar ni oler, buscando el frescor de nuestras cerámicas para desalentar su fiebre y nosotros sin escuchar sus ladridos cuando alguien regresaba a casa, era todo un suplicio. "Si sigue enfermo le ponemos una inyección para que descanse". había dicho el veterinario. Se retiró prometiendo otra visita en tres días. Pero al día siguiente por la mañana Raco no se levantó. Lo acaricié hasta que mis rodillas me reclamaron. Levemente hizo un movimiento que me pareció a despedida. Ambos nos amábamos y sentíamos el peso enorme de la inevitable separación. "No llores, viejo. La pasé muy bien con ustedes". pareció decirme."¿Y tú te acuerdas el homenaje que hacías cuando me esperabas en el jardín y armabas tu escandalera a mi regreso?".


                                    Foto de mi perro Raco

Fue el 17 de setiembre a las 16:30 horas. En la noche hicimos el entierro del Raco en el jardín de nuestro patio, jardín que estamos remozando. (Todavía llevo una uña oscura por una palada mal dirigida). Hasta ahora no poseía el ánimo de dar esta noticia la que fui aplazando. Nuestro perro fue como lo son nuestras dos perritas, Isadora y Kiki: parte de una familia, ellas siendo sólo caninas y nosotros sólo seres humanos.

Adiós, Raco. Aún te echamos de menos. Agradecemos tu compañía y dedicación.

Vicente Corrotea

viernes, 26 de octubre de 2018

EL HOMBRE DEL CUADERNO

A nadie llamaba la atención cuando paseaba por el invierno con su ropa gris y una cojera empedernida. Iba en dirección contraria y noté algo muy singular sencillamente porque no lo esperaba encontrar en él: portaba un cuaderno cuyas gruesas tapas permiten escribir más cómodo y capturar mejor las imágenes sobre el papel. Lo llevaba en su mano izquierda, cerca del corazón, como algo muy valioso. Seguro, entonces, que tendría un lápiz para correrlo por el papel fijando los recuerdos probablemente los de una mujer. Se sentó en un escaño de la plaza algo separado de los niños buscando menos bulla. Me pareció que al preparar su cuaderno y su lápiz esbozaba una sonrisa, una especie de epifanía que sentimos los que logramos comenzar a escribir eso que viene de nuestro esfuerzo constante y de un pedazo de don, tan noble que a veces lo pienso  hermoso como hacer una cuna.





Cuando pasé por su lado decidí sentarme en su mismo escaño al otro lado de donde se había ubicado. Sentía algo de recato al hacerlo. Se sobresaltó probablemente por estar acostumbrado a que la gente lo rehuyera. Su mirada circulaba entre su cuaderno y yo. Por mi parte siempre salgo con mi libreta que encaja bien en mi bolsillo. Al proponerme escribir algunas líneas, el hombre recibió un rayo de energía y se volvió decidido a mí.
_"¿Usted escribe, señor?".
Fue un dardo directo y de buena puntería.
_"Sí, casi siempre".
_"Mire, yo tengo mis libros y cuadernos sin embargo encontré éste que perteneció a un estudiante de química. Casi lloré cuando lo recogí pues soy o fui profesor de química, y por lo que sé un buen maestro. Se preguntará cómo ando desarreglado y de un lugar a otro... ¡Oh, perdone el abuso de confianza! ¿Puedo contárselo? Bien. Gracias. Eramos mi mujer, mi hija y yo una familia realmente feliz. Un día viajábamos por la costa cuando un coche más grande aparece por la bajada, se cruza con nuestro auto y nos tira por un roquerío abajo. Cuando volví en mí me informaron que mi esposa y mi hija se encontraban mejor. Fue un alivio infinito. Tenía una grave quebradura en un pierna y varias costillas rotas. No soportaba no ver a mis tesoros. Un día mi hermano me confesó que mi esposa y mi hija habían muerto en el mismo lugar del accidente. Tal vez no lo entienda pero desde ese día me siento un cobarde por no haber sido capaz de suicidarme. Estuve un tiempo en una clínica viviendo de calmantes que no servían de nada y me he encontrado mejor andando por calles y plazas sin ánimo de mejorar mi apariencia. No he sabido llevar una vida normal. De vez en cuando voy a ver a la sobrina favorita que era de mi esposa. Llego tarde a su casa, me alimento un poco, me cambio ropa, le reparo alguna cosa que necesite y vuelvo a la calle... He invadido su espacio, señor, y me siento avergonzado. Esta conversación no la he tenido en años. Usted sabe que la gente no quiere saber de fracasos ni de fracasados. Gracias.¿Sabe? Me gustaría conocer su opinión, por favor."

Me pareció que su rostro volvía a ser de carne y que su mirada ya no era de ausencias. En realidad, no quería decir algo que una persona inteligente como él esperaría escuchar.

_"Creo que anda por las calles con sus ropas deterioradas, dando cada paso que pisa sobre una culpa que no tiene. Su sufrimiento ha sido indudablemente grandioso y nadie tiene solución para él salvo usted mismo. Vaya a vivir con su sobrina; creo que ella también lo necesita. Y lo que debe volver hacer son sus clases de química".

"Ya lo sé, iré a casa de mi sobrina.  He querido molestarla lo menos posible porque en realidad ella también ha quedado viviendo sola.
Tal vez se convierta en mi hija, pero lo cierto es que se acabará mi invierno cuando empiece con mis clases".

Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Google


miércoles, 10 de octubre de 2018

LA PUERTA ENTORNADA

Casi al final de la calle
la luz de una ventana viste al jardín
y a la noche recién llegada.
Mientras los aromas de la cocina
acucian las sutilezas de mi olfato
escucho el canturreo de una mujer
que sale a recoger perejil,
tal vez tomillo,
encontrándose sorprendidas
nuestras miradas.





Un poco sonriendo le digo:
"Busco un lugar donde terminar mi cuento".
Ella me mira y no dice nada
permitiendo que su puerta hable
dejándola entornada.

Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Google

domingo, 30 de septiembre de 2018

RECUERDOS DE MI PUEBLO

Debajo de un racimo de estrellas
acurrucado junto a la luna
vivía mi pueblo.
Parco y estrecho
poseía tanta envergadura
como una gallina
cubriendo a sus polluelos.
Pedíamos al sol de madrugada
con gritos impacientes
que nos acompañara
en la carrera fustigada por el frío.
Era el tiempo 
en que los inviernos parpadeaban
sobre los espejos de escarcha
que con pueril respeto
trataba que se perpetuasen
en el temprano camino al colegio, 
pero mis compañeros
rompían mis sueños de cristales
en una desordenada carrera
de caballeros de la Edad Media.



De vuelta del colegio,
tinta azul y tiza blanca,
me esperaba la solitaria voz de mi madre
exigiendo cuidados ante el brasero,
ombligo de mi casa
y confidente de la tetera oscura y festiva.
Entonces se detenía el mundo entero
y sólo mi corazón seguía latiendo
frente a las páginas de mis libros,
herencia de mi madre.

Vicente Corrotea
Fotografía de la colección de Google



martes, 11 de septiembre de 2018

LA INTERROGANTE

Tenemos la misma edad y hemos sido compañeros de colegio. El decía que estaba viejo y que ya le molestaban "algunas cosas" que antes pasaba de largo. "Ya no hago bien lo que hacía antes". Su familia parecía darle la razón. Sin embargo, no había respondido los mensajes que le enviara ni siquiera los saludos de cumpleaños pasados. Su mujer me señalaba en la hora de once su sentimiento que se había perdido la tranquilidad de antaño, que ya no habían risas a carcajadas y las bromas familiares habían disminuido a sólo ciertas sonrisas. Lo peor es que las enfermedades las sufrían todos incluyendo algún nieto. Se hablaba de mala suerte y de un invierno interminable. "¿Te gusta el invierno, Vicente?" Había preguntado con voz socarrona, seguro que para él la respuesta debería ser negativa. Después de ese esfuerzo de haber levantado la voz, mientras apetecíamos de la once, Sergio, mi amigo, se  había hundido en su sillón. Se veía deprimido, cansado y, peor, sin ánimo de participar en una tertulia que tenía el ingrediente la visita de un amigo como aún me consideraba además de familiares venidos algunos desde lejos. Me dediqué a los niños que no se daban tanta cuenta de que pasaba algo ingrato y demandaban atención. Allí también supe que a uno de los nietos mayores no le iba bien en la universidad. Comencé a incomodarme y pensar marcharme pero eso hacía sentirme un soldado huyendo de una batalla. Alguien me preguntó algo pero el ruido natural de terminar una comida donde los niños con sus movimientos liberados no permitía escuchar bien ni responder a la pregunta. "Quiero escucharte; Repíteme la pregunta". "¿Qué es resiliencia?".  Nunca esperé tal pregunta. "Es que no aparece en el diccionario". Era una luz de interés en medio de esa familia, una intuición, una porción de agua para una planta olvidada. Lo invité al jardín de su casa para responderle con calma pero hice un esfuerzo para romper mi natural modestia -o timidez- proponiéndole quedarnos en el interior de la casa y allí, para  todos, argumentar una respuesta en voz alta.




"Permítanme tratar de responder una pregunta que me ha hecho Eduardo. Es una palabra muy hermosa que no aparece en todos los diccionarios por ahora. Es 'resiliencia' y atañe muy especialmente a los seres humanos. Es una capacidad que podemos tener o no pero, vamos a ver, es mejor poseerla. (Sergio permanecía recogido en su sillón junto a una mesita que contenía unos libros de historia que antes le gustaban y que ahora le había traido uno que podría leer. Sabía que atendía pero simulaba dormitar, y continué). Resiliencia es tener la fuerza, la valentía de sobreponerse a una enfermedad o accidente, a un gran dolor como la separación de una persona amada o, mas, a la muerte de un hijo o de una madre. Y después de sufrir cualquier acontecimiento de estos o de otros, como las bajas notas en la universidad, saca energía, se endereza y vuelve a caminar con  entereza, eso es resiliencia. No es fácil aunque no lo diga el diccionario. Es un trabajo de toda la vida, buscando su sentido. (Sergio había levantado la cabeza) Y como las palabras son vivas porque nosotros las vivimos, resiliencia plenamente es la capacidad de una madre, por ejemplo, que de sufrir la muerte de un hijo no sólo vuelve a trabajar como antes lo hacía sino más: La de crear junto con su esposo una corporación de padres que han sufrido como ellos la muerte inevitable de un hijo por una enfermedad incurable. Para estar juntos, para aprender de una enfermedad que la medicina aún no conoce su curación, para llorar porque la resiliencia te puede hacer mejor pero no te quita el dolor ni el desgaste. Conozco a personas con esa maravillosa capacidad.(De pronto, Pablo, un adolescente sentado en el suelo, pregunta)¿Tú tienes resiliencia?.Te puedo afirmar que sí pues el corazón me ha dado algún aviso y tengo que cuidarme, estar de buen humor, y estar con mis amigos, Saludar y celebrar con aquellos que viven más de 30 años en el mismo barrio. Tenemos una sola vida y un solo día para vivirlo gozándolo, como ahora que quise estar en tu casa. Es cierto que lo dicho no nos salva de ciertos dolorcillos o del cansancio o de que las distancias son más largas. Sí, Pablo, creo tener resiliencia, aunque no es fácil. Nadie ha dicho que la vida es fácil. Pronto cumpliré años esperando se me aclare mejor el sentido de la vida, llevando ocultas con decoro mis cicatrices y con gracia mis movimientos".

Sergio no estaba en su sillón. Apareció abrazado con su mujer que se veía más hermosa y a su lado la mía. Mi amigo hacía algún esfuerzo pero se mostraba contento, cuando le pidió a su compañera,  "Dilo tú, por favor". "Sergio quiere que probemos la torta y después hagamos un brindis agradeciendo a los familiares y amigos que nos han acompañados en su cumpleaños". Fue allí cuando mi amigo cruzó la habitación dándonos un fuerte abrazo.

Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Google



domingo, 12 de agosto de 2018

A PASAR DE TODO

A veces el tango duele, aprieta el corazón porque posee lo que todos tenemos: pasión, amor, dolor, por lo mismo tiene vida a torrente, tiene sangre que circula. Porque la vida -creo- no es tan apacible como la deseamos siendo la única posible, la nuestra que nos hace pensar, sentir, desear, gozar, oler, deglutir gustando esa comida preparada con prelación. La vida nos hace compartir con otro u otra y entonces florece más vida y nos llaman papás y después abuelos. Somos felices aunque también sufrimos y mucho. Y nos equivocamos y volvemos a empezar mejor porque los tropezones educan haciéndonos más fuertes y más sabios.

No soy fanático del tango, como lo son algunos de mis amigos, ni siquiera lo he bailado, pero me toca y lo siento, me apena y me anima, especialmente en una hora sagrada de cada semana. Quisiera que disfrutaran de uno, por los menos de su letra. Letra y música tienen manos de mujer y eso es importante pues la mujer suele ser más optimista que los hombres, como este tango. La mujer siempre apuesta por la esperanza, por lo nuevo; Nosotros los varones pensamos quizás demasiado y perdemos la premisa de la ocurrencia, dejamos pasar el brote para quedarnos con la flor y a veces ni siquiera adivinamos su fragancia. Tal vez cargamos con la enseñanza infantil que nos obligaba a los niños a realizar todo bien, que hoy -en nuestro trayecto- esperamos que nos digan cómo salió el discurso o el poema o el guiso y hasta si todavía somos efectivos para el amor. No pretendo crear una distancia entre hombres y mujeres, todo lo contrario, pero sostengo que ellas tienen una consigna que las sostiene: Saben disfrutar de la vida, de toda la vida, de su propia existencia en su cuerpo y alma. A nosotros nos queda aprender de ellas porque ellas nos han observado desde hace siglos cuando vivían bajo nuestra sombra fuerte e injusta. Incluso ahora, en muchas lugares levantamos la férula de la melodía que queremos escuchar.

Bien. Que venga ese tango -o tango canción como es este- que para bailarlo se necesitan dos. pero para escucharlo sólo tú en tu soledad o compañía, o con tus alas desplegadas batallando contra el viento frío o caliente.

A PESAR DE TODO
Letra y música de Eladia Blázquez

A pesar de todo, me trae cada día
la loca esperanza, la absurda alegría.
A pesar de todo, de todas las cosas,
me brota la vida, me crecen las rosas.
A pasar de todo me llueven luceros
invento un idioma diciendo... "te quiero".
Un sueño me acuna y yo me acomodo
mi almohada de luna a pesar de todo.

A pesar de todo la vida que es dura,
también es milagro, también aventura.
A pesar de todo irás adelante.
¡La fe en el camino será tu constante!
A pesar de todo, dejándola abierta,
verás que se cuela el sol por tu puerta.
No hay mejor motivo, si encuentras el modo,
de sentirte vivo... ¡A pesar de todo!

A pesar de todo estoy aquí puesta,
los pájaros sueltos, el alma de fiesta.
A pesar de todo me besa tu risa.
Y el duende y el ángel del vino y la brisa.
A pesar de todo el pan y la casa,
los chicos que crecen jugando en la plaza...
A pesar de todo la vida ¡qué hermosa!
Siempre y sobre todo, de todas las cosas.





A Pesar de Todo
En la voces de Susana Rinaldi y Raúl Lavié


Vicente Corrotea

martes, 31 de julio de 2018

NO QUIERO SER

No quiero ser un tipo conformista, que arriesga muy poco, que ríe porque no ríe, que cuenta contento el dinero que ahorró porque no aceptó salir a comer unos tacos con los amigos. 

No quiero tener ese espíritu religioso de algunos que evitan mirar la belleza femenina porque creen estar cometiendo alguna falta contra algún designio que lo prohíbe y que induce a la infidelidad.

No quiero ser soldado en tiempo de paz (¿de qué paz?) que se levanta diez para las cinco y se cuadra a los pies de la cama, justo antes de ducharse con agua fría.

No quiero ser como aquellos que sostienen que es mejor estar en el medio equilibrado, decente, de corbata obligatoria y camisa bien planchada, antes que ser de izquierdas apasionadas o de derechas quietas.

No quiero ser el que se ubique al comienzo de la romería al cementerio cuando no visitó al amigo en su larga enfermedad y, por lo mismo, no conversó de la Francisca, su enamorada.

No quiero levantarme cada mañana sin alcanzar a comer mi ensalada de frutas, correr desperdiciando la vida y su grandeza, para esconderme del sol todo el día en una oficina sin sorpresas.

No quiero volver a casa, en la tarde, acariciando las mismas cicatrices de siempre que no se borran con áloe vera o matico ni libritos de auto ayuda.

No, no quiero ser quien olvide sus sueños y proyectos, y sólo quiera sentarse en el banco de la plaza para tirar migas a las palomas, apenado de que la vida pudo darle más.

Sé que a esta edad la vida se va poniendo ardua pero así y todo cuántas cosas lindas se mantienen o voy descubriendo: unos brazos que me abrazan, unas alegrías esparcidas por los caminos, la flor que amaneció en mi jardín, alguna oración de gratitud a ese Dios que a veces siento se desvanece y otras que se acerca.

Vicente Corrotea

lunes, 25 de junio de 2018

PACTO DE DIOSES


Perdida mi estancia de tardes tranquilas,
de campanas bruñidas para algún domingo
que anuncia boda o un largo viaje, 
aguardo ahora nuevos otoños 
nutridos de lejanos vientos 
y de insectos que asedian amistosos
recorriendo mi caverna 
de frescos glosarios
y de fermentos de certidumbres y misterio.












Se acerca al umbral de mi madriguera
esperando que sus dioses y los míos puedan, por fin,
hablar el mismo lenguaje.
Entonces quedan por el suelo esparcidos 
mis viejos blasones, banderas desteñidas,
oxidadas armaduras
y el manual de uso militar
pegadas sus hojas de olvidados sudores.

En copas de líquido cárdeno
ella y yo brindamos
sin preocupaciones de vecindarios grises
o de rutinas permanentes
ni siquiera de estrellas que ya nadie pone nombres.
Sólo estableciendo en esta noche nueva
que somos dos 
adueñándonos de un mismo verbo
y olvidando el tiempo de los secretos
habitados en el baúl de soledades.

Vicente Corrotea 

miércoles, 30 de mayo de 2018

MI FAMILIA MENOR

Como un ánima tranquila y humilde -de esas que cuidan las flores de los jardines y el sueño de las semillas- llegó un frío día de invierno. Vestía traje de peregrina y con aromas de viento cordillerano. A nueva casa llegaba y pensamos en un nombre para ella pero se optó por el que ya tenía desde hacía tres años: Kiki, y así siguió llamándose.  

En su anterior hogar quedaba sola cada mañana al salir todos sus moradores. Alguien se encargaba de dejarle agua y comida con un "hasta la noche, Kiki". Pero el trabajo de cada uno y el de la casa al volver es que la perrita pasaba desapercibida al regreso de sus dueños. Ella sospechaba que no era tan importante como esos otros perritos que salían de paseo cada tarde con sus amos. Pero, en fin, para ella ese era su pequeño mundo que aceptaba como perrita poodle.  



De cómo llegó a nuestra casa es algo que ella no quiere que se divulgue, por lo menos por ahora. Sólo diré que la trajo mi hijo un 16 de Julio. A los pocos días visitó a un doctor veterinario quien la encontró de buena salud y que se mantenía señorita. La otra obligada visita fue a la peluquería que, regidos por un ceremonial instituido desde ese día por mi mujer, fuimos a la peluquería donde hubo mayor rigor: Baño, limpieza y corte de uñas, estudio de estilo, etc. (Debo confesar que mi fondo natural que conservo se resiste a la cultura de la apariencia y no me adhiero a los cambios a que son sometidas las mascotas). Después de discutir pompones, cortes y demases, dejamos a nuestra pequeña sujeta por unos humillantes arneses. Nos mira marcharnos. "¿Tan pronto me reciben, tan pronto me abandonan?", pareció que nos decía. 

Cuando volvemos a la peluquería salimos con prisa y emoción. Nos miramos y reímos y concluimos que no era para tanto, que era sólo nuestra perrita. Pero no encontramos a Kiki. Miro a la experta que sonríe con algo de mefistofélica y la suelta, entre varios canes de distintas razas, feliz de vernos. Apareció una perrita glácil y elegante, envuelta apenas en su pudor, orejas de nubes, colita terminada en un pompón. Echaba de menos su abrigo de piel de oveja de la Patagonia.



Tengo un motivo más para apurar mi paso de vuelta a casa. Es la Kiki. Como ha pasado el tiempo ella se convirtió en una dama apreciada por hermosos canes, pero había aprendido que el amor es algo serio y responsable y los piropos que escuchaba desde las casas, por donde pasábamos en nuestro paseo diario, no eran atendidos. Un día llegamos cerca de mi peluquería decidiendo solicitar hora de atención personalmente y no por teléfono. Allí el Gaspy (Gaspar) su perrito y la Kiki se conocieron y se amaron, de tal forma que el matrimonio peluquero y nosotros tuvimos una reunión y nos pusimos de acuerdo en el que los afectos fructificaran en una próxima época de celos como Dios manda.

Así nacieron tres perritos: Un filósofo, un romántico y una loca. Como siempre he querido serlo nos quedamos con la Isa (Isadora) la loca más divertida, la que me cuenta todo lo que ha pasado en casa, bueno, a su manera. 

De la Isa escribiré otro día. Trataré de hacer un trabajo serio o 
moriré de la risa.

Vicente Corrotea

miércoles, 9 de mayo de 2018

LA RECETA

En este día que me has dado
quisiera orar como lo hacía de joven
pero he perdido el fervor y la confianza.
Tú sabes que mi fe se ha ido modelando 
justo cuando te he buscado
entre el sol y la noche,
entre el quehacer y la reflexión
aunque siento que mis brazos están mejor dispuestos 
para abrazar y mi corazón para escuchar.

Sé que mis cuerdas, Dios, aún vibran 
con la melodía del planeta
y no niego mis herramientas para construir con otros
ni los plazos que deben cumplirse.

No he perdido mi juventud
sino, convertida en fruto maduro,
puedo concurrir al convite
acompañado de mis amigos
al compás de libros, ideas, bromas y recuerdos.
Mis piernas demoran más 
y me cuesta encontrar mis lentes.
Ya sabes, un poco de eso que no saben mis amigos.













Pero soy feliz cuando cada día
después de mi jornada 
tengo más ganas de regresar a casa
y estar en la cocina
con quien hace más de cuarenta años,
entre coloquios y recuerdos,
nos llevamos bien probando la mejor receta.

Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Google

martes, 10 de abril de 2018

EL MUERTO

Un cuento inoportuno para adultos y adultas que sacan lecciones de la porción oscura de la vida y se atreven a sonreír.

"¡Hey! ¡Sáquenme! ¿Cómo llegué aquí? ¡No estoy muerto!"  Fueron los gritos desde el ataúd que ya estaba sellado. Se produjo una conmoción en el templo viendo que el difunto en realidad no lo estaba. Unos empezaron a culpar a ciertos familiares cercanos, otros a los médicos y los más a los empleados de la funeraria. Los gritos iban creciendo, algunos corrían hacia afuera y no volvían. Otros tropezaban y caían al suelo. Los que eran considerados responsables empezaron a recibir la mayor cantidad de golpes. Pocos se dieron cuenta de que la tapa de la urna ya estaba abierta y que el muerto -digamos el moribundo- podía observar lo que pasaba. Allí estaban los familiares y amigos pegándose, ciegos de aversiones y rabias con inaudita fuerza, que nunca había imaginado en plena vida ni en fiestas de camaradería donde, si las discusiones se calentaban, luego de un respiro todos los contertulios terminaban en abrazos. Vio que su mujer, la viuda, se asomó y sin creer lo que veía se alejó buscando avergonzada apoyo en alguien.


                             Este es la otra familia que ya conoces.
                                 Respetuosa y alegre en los afectos 
                                      en especial con los mayores
                                     
                                       
 

Mientras tanto a nadie se le ocurría acercarse al ex-muerto y darle la ayuda necesaria. El moribundo se movía menos y trataba de mantener los ojos bien abiertos, hasta que dos amigos se acercaron a brindarle compañía afectuosa y preocuparse de que la tapa no cayera sobre el cuerpo de ojos espantados. Cuando uno de los visitantes vio la escena se quedó inmóvil, los demás fueron quedando en silencio escuchándose un grito apagado con voz de muerto, por supuesto: "¿Esta es mi familia y éstos mis amigos?" Entonces circuló por el aire un silencio algo espeso -del que alguien dijo, después de un tiempo, que lo sintió como un ondear de la vida desquiciada que vivimos los humanos corriendo de un lado a otro sin pensar ni retroceder-. Finalmente el moribundo, pasado algunos segundo, puso su última rúbrica a su vida: "No los he conocidos... ni los conozco". Fue un sable pesado, justiciero, doloroso que cayó sobre la concurrencia y penetró en el corazón de todos por algún resquicio corporal que los médicos no conocen, o tal vez por esa misma energía desbordada en puños y piernas y de todos esos músculos que trabajaron el odio contra seres semejantes después de compartir momentos de sus vidas. 

Cuando el hombre terminó definitivamente de morir cerró sus ojos pues ya había visto demasiado. Terminaba una  pesadilla pero no para aquella gente que sólo obedecía al rito de despedida banal de un deudo, sino para un hombre que los misterios de la vida habían revivido tal vez para recibir la última demostración de cariño que no llegó. Después de tanto sufrimiento el difunto mostraba una gran calma, se diría con la dicha que se advertía en su sonrisa, plena y cándida como la de un niño, de encontrar finalmente el calor de un tiempo nuevo, un espacio de sosiego definitivo.

Vicente Corrotea

miércoles, 28 de marzo de 2018

26 DE MARZO

Escribiré sencillamente como suelo hacerlo. Y desde el corazón, como también lo hago. Como la mayoría de lo que escribo esta historia es real, es mía. No pretendo señalarme como un ejemplo ni quiero demostrar ser mejor que otros. Simplemente contar cómo la vida nos da lecciones que debemos aprender, como que tuve una navidad en otra fecha que no está marcada en el calendario.



Después de llegar a nuestra capital, Santiago de Chile, y de estudiar algunos años, me puse a trabajar lo cual no fue fácil. Primeramente tuve labores donde tenía que recorrer muchos kilómetros, lo que me ayudó a conocer esta gran ciudad, hasta que me contrataron en una empresa importadora. Me iba muy bien cuando, después de pocos años, alguien me llama para ofrecerme trabajo en su empresa, mucho más grande y con un sueldo mayor. Adujo que me conocía de referencias y que buscaba gente como yo. Acepté, pues aunque yo no lo sabía, no era yo una persona indicada para su empresa.




Para hacer la historia debidamente breve debo contar que después de unos pocos meses me convirtieron en dirigente sindical del sector de los empleados, después su presidente y, al final, presidente de ambos sindicatos, incluyendo al de los operarios, por lo cual tenía reuniones con personas de mi sindicato y el de otras empresas. Todo ello entre los años de la Unidad Popular y la dictadura militar, años que tenían viso de alguna peligrosidad para mis labores y la de mucha gente. Se fue instalando una suerte de reconocer a los demás como amigos o enemigos, lo que en algunos casos era cierto. Aún no sabía que llevaba instalado un enemigo personal, al cual trataba muy bien y era feliz de ser su amigo, pasaba de reunión en reunión saboreando su compañía: Era el cigarrillo. Cuando llegué a las diez unidades fumadas diariamente me dije: "No importa, Vicente, tú puedes dejarlo cuando quieras". Pasé de largo el consumo de una cajetilla. Entonces sentí que había llegado la hora de los esfuerzos de abandonar tal vil enemigo. Dejando fuera algunos detalles, fueron tres las veces que me venció después de algunas semanas de abstinencia. La recaída me provocaba un inmenso desánimo y abandono pues siempre me he considerado poseer la fuerza de voluntad suficiente aceptar o dejar algo en forma definitiva.




Mientras tanto me había casado. Mi flamante esposa me aceptó tal como era, incluso comprando ella misma una sabrosa marca de cigarrillos importados. Parecía estar encerrado en mi propia trinchera. Después de un año de casados nació nuestra primera hija. Nunca supe si en el hall de espera de la clínica había fumado la mitad de una cajetilla o una y media. De lo que no dudo es que después de que estuve en la clínica comencé a sentirme mal. Me había intoxicado. Cuando llegué a casa con mis mujeres no había fumado en cuatro días. El olor a cigarrillo había sido reemplazado por las flores que adornaban nuestro departamento y por el aroma de nuestra pequeña. Entonces, con paciente emoción, con el rito adquirido en años anteriores, me preparé saliendo al balcón para fumar mi cigarrillo después de mi privación obligada. Estaba feliz pero una nube gris oscurecía el paisaje. Regresé a la cuna de mi hija María Valeska. Estaba hermosa, muy hermosa, como que su mundo lucía completo queriendo expresar que nada faltaba ni nada desbordaba fuera de nuestro amor. Estaba hermoso el mundo entero. Entonces siento -lo siento de verdad- que quiere decirme: "Papa, ahora puedes, ahora puedes". Y corriendo donde mi mujer le digo: "¡Lucía, ahora puedo!", ensenándole el cigarrillo destrozado por mi alegría.



La fecha de su nacimiento está arriba y también del mío, pues me siento desde entonces un hombre realmente saludable. Me dí cuenta que nuestra voluntad nos hace fuertes e idóneos, sin embargo, en muchos casos se necesita una luz extra, un efluvio que nos arrope y nos devuelva al camino. Cuando celebramos el cumpleaños de nuestra hija María Valeska celebro mi aniversario de papá y de ese otro que me hizo salir de mi trinchera pues ya no había guerra, ni nicotina, que estaba todo en paz.

Vicente Corrotea                           

martes, 27 de febrero de 2018

ENCRUCIJADA

Pasé por su casa para un saludo rápido. Hace años habíamos trabajado juntos con grupos de personas. Era alegre y llena de ideas. Los años habían corridos, se había casado y tenía un hijo. Sin embargo, su recepción era tan cariñosa, como no la esperaba a esa hora del día. "Mi marido -me dice- tiene una conferencia y yo recibo mi título. No pudo venir la señora que lo cuida y no sabemos quién se puede quedar con nuestro hijo." Ya tenía 6 u 8 años, y su desesperación la hacía confiar de mí aún después de tanto tiempo. La verdad, siempre he sido confiable. Nos pusimos de acuerdo dónde nos encontraríamos pues ellos no estarían en su casa. El pasaría en su auto por mi amiga y ambos llegarían a un lugar del parque algo alejado de la ciudad donde nos recogerían a una hora determinada. 

Llegamos de la mano. Eran miles los visitantes y había que aumentar los cuidados con el niño. "Si no me ves en un momento no camines ni corras. Quédate en ese mismo lugar". El, inteligente, me había entendido y apreciaba lo complicado que era el ir y venir de la gente. Era algo excitante incluso para mí ver a todo un mundo en movimiento. Jugamos, comimos de esas cosas que consideraba sanas y que a él le gustaban hasta que logramos sentarnos a descansar un rato pues estábamos muy cansados. El niño se veía feliz de conocer otros lugares y otros juegos sin que yo le hiciera demasiada recomendaciones, más bien le demostraba confianza. En eso un hombre maduro me pregunta "¿Y usted no teme a la muerte?" No quise atenderlo viéndome con el niño que cuidaba a mi lado que en ese momento quería seguir con la diversión. "En realidad no le temo", dije para no parecer poco gentil, desapareciendo el niño y yo entre la multitud. 


Al lado del parque, que debe ocupar un par de kms cuadrados, existe un antiguo pueblo ya renovado especialmente con sus colores diversos y llamativos de sus casas, algunas nuevas junto con pequeños edificios. Dimos una vuelta para conocerlo. Allí podría pasear a mi gusto si anduviera solo, pensé. En cada esquina, en cada plazuela, podría regocijarme mirando a la gente y su alegría. Cuando de repente encontramos al tipo que preguntaba por el miedo a la muerte. Creo que mi respuesta honesta le había llamado la atención y lo evité por el niño. Sin embargo, después de un rato lo volvimos a ver. "Y porqué no le teme a la muerte, señor?" El niño, escuchando que no le interesaba permanecer con nosotros, pidió estar en un local de juegos al frente de donde estábamos, tirando pelotas de trapo a unas caras que corrían por una pasarela. Estaba alegre y me trajo unos premios que había ganado. Allí comenzó la tragedia. Después de mirar al niño una cincuentena de veces no lo ví y me paré corriendo por las inmediaciones, seguro que lo encontraría pero pasaron los minutos y comencé a desesperarme. Me acerqué a un servicio de información donde se buscaba a las personas perdidas por altos parlantes, descubriendo con horror que había olvidado el nombre del chico. Y corrí y corrí en su busca. ¿Qué le iba a decir a mi amiga y a su marido que no conocía? ¿Qué iba a ser de mí?. Todo era un caos siendo lo peor el caos que llevaba en mi interior. Me acerqué al sitio donde nos encontraríamos para devolverle al niño pues ya era la hora según el acuerdo. Entonces ví que con tal gentío era imposible la probabilidad de verlo. y me subí con esfuerzo a un promontorio para tener una mejor visión. Lo que me llamó la atención fue un auto blanco desde el que saludaban de brazos a una de las personas en donde yo me encontraba. Caí allí mismo, extenuado, angustiado. En una tarde había cambiado mi vida. Se había hecho de noche, sin embargo, aunque menor la cantidad de gente siempre era bastante para andar y buscar. Había muchos menos niños y podía tener mejor vista para encontrar el mío encargado. ¡Encargado! Sí, a ti Vicente. Me dí cuenta que paseaba por partes ya vistas. La fatiga ya me consumía mi vientre vacío. No supe que pedí en un restorán grande y de buena atención, pues no me sentía calmado y me removía una angustia insoportable. En un par de horas iba a amanecer y me rendí al ofrecimiento que me hizo un escaño bien iluminado. Creo que lloré un poco. Vivía solo en un departamento y sentía ganas de estar en él y no saber de esta tarde. Sufría la soledad de quien se siente perdido por primera vez en su vida.





Pasaron varias días. Todos los días compraba el periódico para leer desapariciones de niños. Pero no sabía el apellido del marido de mi amiga ni del niño del que no recordaba su nombre. Con el único dato que contaba era el nombre de su madre. Así buscaba y buscaba. No quería volver a mi departamento y sentía una vergüenza muy grande que desgastaba mi personalidad para visitar a mi amiga a la cual le había fallado. No soportaba la posibilidad que me miraran como un irresponsable y torpe ni verles su amargura en sus rostros. Mientras tanto seguía dando vueltas. De alguna manera prefería esta libertad que me daba este lugar amplio, que se me ocurría más legítimo y real. Había arrendado acá otro departamento en un cuarto piso muy amable que me permitía pasar desapercibido de todos, y como era un residente tranquilo que ayudaba a subir  carritos de feria y bolsos, era tratado con mucho esmero por sus dueños y vecinos. Me dí tiempo para adquirir ropa y zapatos. pero en ningún momento perdí de vista que mi problema era encontrar a mi pequeño amigo acá y en otros lugares. 

Fui descubriendo. que podría adaptarme a una nueva vida, encontrar nuevos amigos y amigas. que podía reír y ser feliz con pocas cosas, cocinar o simplemente comer a mi elección en el parque o en el mismo pueblo. Entonces me dí cuenta que me había habituado a este lugar que no conocía. Había pasado cerca de un mes y ya tenía un escritorio donde trabajar y, por un poco de dinero, me había instalado un ordenador. Mi cuarto permanecía limpio y ordenado a mi gusto. Estaba contento con la nueva vida que llevaba aunque cargaba con esa preocupación latente, un peso de culpabilidad donde, al final, no podía sentirme estable ni proyectar mis sueños. En realidad, no había afrontado los acontecimientos como suelo hacerlo. Con mi amiguito extraviado era ahora yo quien estaba perdido.

Pero ocurrió lo impensable cuando un día, siguiendo a la gente que caminaba, una mujer con su hijo paseaban juntos con cientos de otras mamás delante algunos metros. Sólo me dí cuenta de un niño que miró hacia atrás, se zafó de su madre y corrió para abrazarme. Era Gustavo -ahora sabía y recordaba su nombre- y se mostraba feliz de encontrarme. "Perdona pero cuando no te ví me fuí al lugar donde mis papás me esperarían" -fue lo que me dijo el niño- "pero igual te saludamos desde nuestro auto". En eso llega mi amiga diciendo que no sabía dónde yo vivía para agradecerme esa tarde donde todo había salido perfecto.

Nos separamos. Me detuve, solo o en comunicación con la humanidad, respirando todo el aire que me había faltado. No sabía si estar defraudado, ofendido conmigo mismo o feliz. Un tipo de placidez y de paz inundaba mi alma. Me dí cuenta que había sufrido mucho pero que nunca había estado solo, que siempre alguien te necesita o alguien simplemente espera tu sonrisa, aunque no sepa de tu dolor.

Al día siguiente volví a mi departamento anterior, pagué lo que debía y me quedé en el que ahora ocupo en un cuarto piso, más grande, limpio y pintado con los colores que había sugerido. De repente sentí que lo podría molestarme -cuando ya estaba feliz de todo- era el tipo que me abordaba para preguntarme si temía a la muerte. En realidad, lo encontré un día para decirme que ya había resuelto su problema existencial y que vivía tranquilo.

Termino este relato pero no quiero negar su procedencia. Ciertamente no es de mi autoría, bueno, sí lo es, pues fue un sueño.
Un sueño único ya que nunca recuerdo alguno en mi vida, tal como recuerdan el suyo por las noches todas las personas.  Tomé una precaución: Si esperaba la llegada de la mañana el sueño se esfumaría en mi cabeza, por los menos éste aún lo recordaba, y me vine a mi cuarto del computador para escribirlo. Al principio me invadía una cierta angustia que apretaba mi pecho cuando lo escribía. Una vez escrito puedo deducir que tengo, quizá, una pequeña ración más de humanidad la que agradezco.

Vicente Corrotea

domingo, 4 de febrero de 2018

TAN SOLO UN LIBRO

Sostengo, concentrado, un libro que leo. Alguien pregunta para qué leo. Dudo que sea a mí a quien se dirige y hago que no lo escucho. "Porque los libros son bien caros", afirma acercándose.

Cierro mi libro con tranquilidad cuando me doy cuenta que ha bajado el natural bullicio dentro del carro del Metro. Sin quererlo abrazo el libro que llevo. Busco con la vista a quien me habló reconociéndolo porque ligeramente retrocede unos centímetros. Franca y modestamente lo miro a sus ojos.  






"Es cierto -le digo- que la adquisición de un libro se castiga con un alto impuesto, un 19%, sin embargo, para aquellos que sabemos que un libro puede ser un tesoro y aunque nos duela su precio, gozamos leyendo uno o dos al mes o esporádicamente. Yo no vivo sin leer un libro. Un libro bien escogido y bien leído lo hace a uno un poco más feliz y, a veces, muy feliz. Mire, ¿sabe lo que se ve desde acá por la ventanilla? Mañana verá lo mismo, pero la lectura le da a usted una visión mucho mayor tanto para observar un paisaje urbano como para apreciar a las personas. ¿Le digo otra cosa? Los libros le pueden enseñar a amar mejor. Sí. Le aseguro que se va a motivar, de vez en cuando, llevarle algún ramo de flores a su señora, porque usted querrá hacerlo y a ella recibirlo. En fin, le puedo decir que ya el libro lo ha tocado, lo ha motivado con la presencia del que llevo, porque un libro tiene misterio, luces y energías...".

El tipo ya no era un desconocido. Yo iba sentado y él de pie. Me dio la mano y se juntaron nuestras cuatro manos. Entonces pasó algo inesperado: alguien aplaudió y aplaudieron los demás que habían escuchado mis palabras no tan ordenadas como las que he escrito.


Vicente Corrotea


sábado, 27 de enero de 2018

HASTA PRONTO

He permanecido ausente durante varias semanas de calor, por acá, en las tierras del fin del mundo, pues tengo la oportunidad de mejorar mis ingresos con nuevos trabajos en esta época y, consecuentemente, de ahorrar.

Pero tengo mi corazón y hecho de menos esta posibilidad de comunicación con mis amigas y amigos blogueros.

Espero que sea hasta pronto.

Vicente.