jueves, 20 de julio de 2017

PIES DE MUJER

He sabido que ante los pies de alguna mujer muchos varones suelen excitarse. Yo no soy de dicho grupo, pues los pies de una mujer me han llamado la atención sólo en un sentido estético. Pero no me crean: También pueden algunos atraerme de manera erótica no importando la edad de su dueña.

Mi historia sucedió en el Metro, cuando había menos afluencia de público. De frente en diagonal a mi asiento viajaba una mujer madura, de aspecto inteligente, de esas que uno deduce que tienen la habilidad de amenizar encuentros de amigos o de profesionales. Ese día -bien lo recuerdo- hacía calor y sus pies lucían unas hermosas chalas. O podría decir que sus pies lucían hermosos en sus chalas de verano. Había sido imposible dejar de mirarlos furtivamente. Como me he considerado maestro del disimulo, me sobresalté cuando la dama en cuestión me interpeló con notable naturalidad:
-"¿Tengo algo en mi ropa que debo modificar?".
Sorprendido como un niño y sin posibilidad de idear una excusa dije la verdad, esa verdad que se guarda a veces creyendo que por ser nuestra se evita exponerla.
-"No... Es que tus pies son muy hermosos".
Se le iluminó el rostro a la mujer.
-"¿Sabes?. El tuyo es el mejor halago que recibo  en meses?".
-"Entonces, afirmo mi idea de que los hombres somos algo necios para descubrir y confesar que las mujeres cuentan con reales encantos".



El tren había llegado a la estación terminal y debía hacer combinación al norte o al sur de la ciudad, o salirnos al exterior donde se encuentra el mall que ofrece todo. 
-"Aunque podrías asociarme a un cierto tipo de mujer te invito a un café o helados".
-"Bien, pero yo invito la próxima vez. ¿Te parece que hagamos este encuentro veraz mostrándonos transparentes y leales con nuestras simples y grandes verdades?".
-"Entendido, me parece estupendo".
Ingresé a su mundo y ella al mío. Fue una hora distendida y coloquial, sin asedios ni trampas ni límites. Hablamos de amores y desamores, de pérdidas y beneficios, de sueños y de recuerdos, de la salud y de la vejez. 

Cada uno se retiró de la tertulia con la sensación de haber sido honesto con el tiempo transcurrido. Desde acá le recuerdo que le debo un café o un almuerzo.

Vicente Corrotea

viernes, 7 de julio de 2017

SOMOS

Imaginaba cómo sería:
amante, compañera, habilidosa, alegre,
confiada, espontánea.
De algo estaba seguro:
La amaría por toda la vida.
Incendios, sequías, penurias, deterioros,
periplos azarosos, sortilegios adversos...
y seguiría amándola.

Ella llegó
cuando las espigas estaban maduras
y lentamente mi corazón la fue reconociendo
en palabras y silencios,
alejadas de apariencias y extremos,
sus pasos eran de albas y verdes los días.
Así levantamos juntos nuestra bandera.
No evitamos las batallas que da la vida
y aprendimos a fabricar espadas
y las blandimos
defendiéndonos de la algarabía vulgar, 
de certidumbres ajenas,
de las luces de los nuevos mercados.
Y fuimos construyendo nuestra patria familiar
uniendo piedras, ladrillos, argamasa,
e hicimos fuego, y fue de calor la casa
y soberanos los proyectos
con tres destinos encomendados
que hicieron leyenda muchas tardes.













Pero sobrevino el invierno
de lluvias nunca anunciadas,
sin el sol se recubrieron de musgos las ternuras,
la áspera rutina impedía los festejos,
las complacencias se fueron confundiendo 
con los deberes
y dejamos de entonar las mismas canciones.

Solicitado el tiempo sabio
nos devolvió las miradas,
y una ración de inocencia el perdón, 
el amor intacto,
las sonrisas y los juegos. 
Alejados del propio invierno
aparecieron frotes nuevos
y salimos a las plazas, al teatro,
gritamos nuestros nombres,
comentamos libros,
volvieron los amigos y la esperanza.

En nuestra casa, pintada de blanco y de sol atesoramos 
el vino y los renuevos que se asoman
y aguardamos las mañanas y las noches
con los deberes de cada hora,
con los placeres de cada día
en una hiedra de abrazos.

Vicente Corrotea


sábado, 1 de julio de 2017

NUESTRAS ALAS

Paseaba por el parque leyendo una revista cuando observé que ellas paseaban en sentido contrario. Yo caminaba lento. Después de un rato ya estaban muy cerca de mí. Una mujer de unos 65 años empuja una silla de ruedas llevando una mujer joven con notoria movilidad reducida. Hablamos del clima y de otras cosas. Al detenernos nos miramos frente a frente. Acostumbrada probablemente a las miradas lastimosas siento que se produce una empatía entre ambos. Aprovecho de interrogar.
-¿Es su hija? Pregunto con naturalidad.
-Sí, señor, es mi única hija. La tuve a los 43 años. Dicen que por eso...
-¿Y usted se siente culpable?.
-He pensado tanto en ello que no he logrado quitarme ese sentimiento de culpa. Es un dolor que debo soportar.
-¿Qué pasaría si un sanador, por ejemplo, le diese a su hija lo que tiene una mujer joven, como andar en sus propias piernas, pensar, hacer proyectos, viajar, amar?
-¡Oh, señor, no me haga soñar demasiado!...
-¿Y si ella fuera autovalente, anduviera por las calles, abrazara a los niños y a los árboles y se durmiera con mil preguntas, estaría dispuesta a mostrarle el mundo, no sólo el mundo que usted conoce sino todo el extenso mundo de los humanos?.
-Tendría que aprender. Creo que lo haría.
-No la veo tan segura. Mas aún: ¿Si ella desarrollara alas y emociones distintas a las que usted tiene, si conociera otros rostros, otras amistades y el amor mismo, amor fecundo, estaría feliz usted?.
-Nunca la pensé con alas. Todo con contrario. Ella es una carga para mí que debo cuidar o, si pienso mejor, diría que ella es una misión para mí. La he bañado desde que nació. Ella depende de mí.
-¿Usted no depende de ella?


(La madre llora. Me mira. Se da cuenta que puedo esperarla. Mira hacia arriba. Las nubes se han vuelto grises).
-Sé que no encontraremos algún sanador. Pero me doy cuenta que no debo preguntarle a Dios porqué mi hija no tiene alas como todas las demás. (Silencio) ¿Sabe? Comienzo a entender que no debo guardar ese sentimiento de culpa que me ha taladrado el corazón desde que nació mi hija. Más aún: Siento que mi hija puede tener alas cuando yo recupere las mías.
(Siento que hemos conversado demasiado en un encuentro que pareció fortuito. Le ayudo a cruzar la avenida).
-Gracias. Me siento mejor que otros días. Lo dejo pues se me pasa la hora del baño de mi hija.
-Ya nos veremos.
-Ojalá. Eso espero.

Vicente Corrotea