miércoles, 28 de marzo de 2018

26 DE MARZO

Escribiré sencillamente como suelo hacerlo. Y desde el corazón, como también lo hago. Como la mayoría de lo que escribo esta historia es real, es mía. No pretendo señalarme como un ejemplo ni quiero demostrar ser mejor que otros. Simplemente contar cómo la vida nos da lecciones que debemos aprender, como que tuve una navidad en otra fecha que no está marcada en el calendario.



Después de llegar a nuestra capital, Santiago de Chile, y de estudiar algunos años, me puse a trabajar lo cual no fue fácil. Primeramente tuve labores donde tenía que recorrer muchos kilómetros, lo que me ayudó a conocer esta gran ciudad, hasta que me contrataron en una empresa importadora. Me iba muy bien cuando, después de pocos años, alguien me llama para ofrecerme trabajo en su empresa, mucho más grande y con un sueldo mayor. Adujo que me conocía de referencias y que buscaba gente como yo. Acepté, pues aunque yo no lo sabía, no era yo una persona indicada para su empresa.




Para hacer la historia debidamente breve debo contar que después de unos pocos meses me convirtieron en dirigente sindical del sector de los empleados, después su presidente y, al final, presidente de ambos sindicatos, incluyendo al de los operarios, por lo cual tenía reuniones con personas de mi sindicato y el de otras empresas. Todo ello entre los años de la Unidad Popular y la dictadura militar, años que tenían viso de alguna peligrosidad para mis labores y la de mucha gente. Se fue instalando una suerte de reconocer a los demás como amigos o enemigos, lo que en algunos casos era cierto. Aún no sabía que llevaba instalado un enemigo personal, al cual trataba muy bien y era feliz de ser su amigo, pasaba de reunión en reunión saboreando su compañía: Era el cigarrillo. Cuando llegué a las diez unidades fumadas diariamente me dije: "No importa, Vicente, tú puedes dejarlo cuando quieras". Pasé de largo el consumo de una cajetilla. Entonces sentí que había llegado la hora de los esfuerzos de abandonar tal vil enemigo. Dejando fuera algunos detalles, fueron tres las veces que me venció después de algunas semanas de abstinencia. La recaída me provocaba un inmenso desánimo y abandono pues siempre me he considerado poseer la fuerza de voluntad suficiente aceptar o dejar algo en forma definitiva.




Mientras tanto me había casado. Mi flamante esposa me aceptó tal como era, incluso comprando ella misma una sabrosa marca de cigarrillos importados. Parecía estar encerrado en mi propia trinchera. Después de un año de casados nació nuestra primera hija. Nunca supe si en el hall de espera de la clínica había fumado la mitad de una cajetilla o una y media. De lo que no dudo es que después de que estuve en la clínica comencé a sentirme mal. Me había intoxicado. Cuando llegué a casa con mis mujeres no había fumado en cuatro días. El olor a cigarrillo había sido reemplazado por las flores que adornaban nuestro departamento y por el aroma de nuestra pequeña. Entonces, con paciente emoción, con el rito adquirido en años anteriores, me preparé saliendo al balcón para fumar mi cigarrillo después de mi privación obligada. Estaba feliz pero una nube gris oscurecía el paisaje. Regresé a la cuna de mi hija María Valeska. Estaba hermosa, muy hermosa, como que su mundo lucía completo queriendo expresar que nada faltaba ni nada desbordaba fuera de nuestro amor. Estaba hermoso el mundo entero. Entonces siento -lo siento de verdad- que quiere decirme: "Papa, ahora puedes, ahora puedes". Y corriendo donde mi mujer le digo: "¡Lucía, ahora puedo!", ensenándole el cigarrillo destrozado por mi alegría.



La fecha de su nacimiento está arriba y también del mío, pues me siento desde entonces un hombre realmente saludable. Me dí cuenta que nuestra voluntad nos hace fuertes e idóneos, sin embargo, en muchos casos se necesita una luz extra, un efluvio que nos arrope y nos devuelva al camino. Cuando celebramos el cumpleaños de nuestra hija María Valeska celebro mi aniversario de papá y de ese otro que me hizo salir de mi trinchera pues ya no había guerra, ni nicotina, que estaba todo en paz.

Vicente Corrotea