Siendo adolescente tuve una noviecita cuyos padres y ella -después de unos años- volvieron a su país. Durante mucho tiempo nuestras cartas iban y venían cada semana con lo cual mi tiempo no tenía la medida que tenían los demás. En aquella época, en mi pueblo, todos se conocían y saludaban. Podría haber afirmado que todas las personas eran importantes pues cada una realizaba una misión que le distinguía, como el cartero que en su vieja bicicleta repartía las cartas y algunas venían desde muy lejos. "Ha llegado carta", decía en la puerta asignada y parecía feliz de ser mensajero y traernos augurios de alguna divinidad. La diosa que velada por la frecuencia semanal de la correspondencia debió haber tenido largas jornadas de trabajo pues, con los meses, se fue espaciando más y más, hasta que sólo en los cumpleaños nos enviábamos un saludo que ameritaba una respuesta. Para entonces escribíamos de nosotros pero no desde el corazón sino de nuestros estudios y proyectos, pero seguía siendo el mejor obsequio que todavía me alborozaba aunque llegara sin perfume.
Vivo desde los 21 años en Santiago. El cambio fue súbito y violento. Puedo señalar que el cartero donde vivo tira las cartas, no le importa nuestro saludo y pasa rápido en su moderna bicicleta bien equipada y porta una polera con un logotipo que dice "Correos Chile". No entrega cartas de amores, de buena salud o de aviso de alguna herencia. No. Es sólo un invasor que nos trae sobres iguales conteniendo boletas de consumo de ésto y de aquello, y algunas de bancos a los que nunca he pisado sus oficinas y que me ofrecen dinero a 48 meses plazo. ¡Qué bondad! ¡El cartero, ese irremediable y odioso hombrecillo, no demuestra tener remordimientos de ser una pieza más en este sistema mercantilista!... Mi perro y yo lo hemos castigado: El Raco no lo deja acercarse a la reja del antejardín y yo no le recibo las cartas personalmente. He pensado en matarlo pero no valdría la pena tanto esfuerzo, pues al otro día llegaría otro de esos legionarios a reemplazarlo en su enconada labor de perturbar la paz familiar y rebajar nuestra dignidad. Además, el cartero asesinado -diría sólo ajusticiado- se convertiría en héroe por dar su vida en cumplimiento del deber.
A modo de aproximación de aquellas cartas lejanas, aspiro el aroma de la flor del jazmín de Jujuy, que abraza la pierna del porche de nuestra casa en este noviembre florido.
Vicente Corrotea
Al lado el jazmín mencionado
Vivo desde los 21 años en Santiago. El cambio fue súbito y violento. Puedo señalar que el cartero donde vivo tira las cartas, no le importa nuestro saludo y pasa rápido en su moderna bicicleta bien equipada y porta una polera con un logotipo que dice "Correos Chile". No entrega cartas de amores, de buena salud o de aviso de alguna herencia. No. Es sólo un invasor que nos trae sobres iguales conteniendo boletas de consumo de ésto y de aquello, y algunas de bancos a los que nunca he pisado sus oficinas y que me ofrecen dinero a 48 meses plazo. ¡Qué bondad! ¡El cartero, ese irremediable y odioso hombrecillo, no demuestra tener remordimientos de ser una pieza más en este sistema mercantilista!... Mi perro y yo lo hemos castigado: El Raco no lo deja acercarse a la reja del antejardín y yo no le recibo las cartas personalmente. He pensado en matarlo pero no valdría la pena tanto esfuerzo, pues al otro día llegaría otro de esos legionarios a reemplazarlo en su enconada labor de perturbar la paz familiar y rebajar nuestra dignidad. Además, el cartero asesinado -diría sólo ajusticiado- se convertiría en héroe por dar su vida en cumplimiento del deber.
A modo de aproximación de aquellas cartas lejanas, aspiro el aroma de la flor del jazmín de Jujuy, que abraza la pierna del porche de nuestra casa en este noviembre florido.
Vicente Corrotea
Al lado el jazmín mencionado