Cuando joven me complacía el orden. Demasiado. Comencé a celebrar mi juventud un poco más maduro que otros, y ya terminaba mis estudios en la universidad y me prestaba a buscar trabajo. Allí apareció ella, Amanda, y el orden que amaba y mis programas, junto con mi agenda, parecieron extraviarse. Seré leal con su recuerdo: Era la espontaneidad. Sólo vivía. No reconocía el calendario, sólo que nos movíamos en el breve espacio que era la primavera. Por ello debía calcular las horas de las citas lo que me producía largas esperas que me resultaban insoportables, echando de menos la grandiosa sintonía con las horas y mi tiempo, logrado con disciplina y contracción a mis quehaceres. Hasta que podía verla, abrazarla, olerla y amarla. Me sentía feliz de reírnos de pequeñas cosas que habían pasado desapercibidas. Mi marcha junto a Amanda y la rapidez de los acontecimientos me hacían sentir un poco torpe. Mi vida se había convertido en una suerte de carrera contra el tiempo, de homenajes, de encuentros breves o prolongados. Cuando llegué un día a su casa con un ramo de flores se convirtió en una estatua de sal, inmóvil, mirándome con sus ojos verdes. Rompió a llorar. "Es que nadie me había regalado un ramo de flores".
Su piel morena, su mirada que destellaba dolor y ganas de vivir y su tremenda imprevisión, exaltaban mi ánimo llevándome a otras geografías algo extrañas, lejos, como he dicho, de mis deberes atesorados por tanto tiempo, que me hacían sentir en una montaña rusa sin término.
Como a veces debía esperarla en su casa por largo espacio de tiempo, su madre empezó a darme algunas atenciones que en un principio por mi ineptitud no sabía delimitar. Al descubrirlo me produjo una desazón que, por mi experiencia y acaso mi decencia, no podía tolerar.
Lo que había empezado con la primavera terminaba con ella. Ese verano Amanda fue a pasar lejos las vacaciones con su padre y nunca volvimos a encontrarnos. En mi corazón fiel creo que supe amarla y entenderla mientras estuve con ella. Al marcharse, sentí en mi interior que algo había regresado a su justo lugar. De vez en cuando el recuerdo de Amanda en mi piel es como una música novedosa que proviene de alguna isla de mis sueños hasta mi muelle empañado de neblina.
Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Internet
Su piel morena, su mirada que destellaba dolor y ganas de vivir y su tremenda imprevisión, exaltaban mi ánimo llevándome a otras geografías algo extrañas, lejos, como he dicho, de mis deberes atesorados por tanto tiempo, que me hacían sentir en una montaña rusa sin término.
Como a veces debía esperarla en su casa por largo espacio de tiempo, su madre empezó a darme algunas atenciones que en un principio por mi ineptitud no sabía delimitar. Al descubrirlo me produjo una desazón que, por mi experiencia y acaso mi decencia, no podía tolerar.
Lo que había empezado con la primavera terminaba con ella. Ese verano Amanda fue a pasar lejos las vacaciones con su padre y nunca volvimos a encontrarnos. En mi corazón fiel creo que supe amarla y entenderla mientras estuve con ella. Al marcharse, sentí en mi interior que algo había regresado a su justo lugar. De vez en cuando el recuerdo de Amanda en mi piel es como una música novedosa que proviene de alguna isla de mis sueños hasta mi muelle empañado de neblina.
Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Internet