Como la mayoría de los seres humanos he corrido tras la felicidad. La he deseado y me he creído con el derecho de poseerla, sentirla, porque me paracía tener méritos para ello. Pero los años enseñan, y si es cierta la felicidad, o sea si es real la posibilidad de ser feliz, me asiste la sospecha que deben ser pocos los que la poseen como un estado de vida. Lo natural es que la felicidad viene a quedarse en nuestra vida por un tiempo y luego se marcha. Y puede volver. Casi no depende de uno mismo.
Con el paso de los años en que he sido feliz en ciertas épocas, me fui dando cuenta que no debía tratar de alcanzarla como se alcanza una meta o un amor o un éxito. Ciertamente puede llegar en la sonrisa de la persona con quien juraremos llegar a nuestra vejez con el amor vivo, sin mayores lamentaciones y sin considerarnos algún día enfermero (a) del otro u otra sino el compañero (a) de vida.
Al pasar el tiempo me dí cuenta que lo que debía alcanzar no era la felicidad (aunque por supuesto la aprecio demasiado) sino mas bien la serenidad, esa alegría de estar bien conmigo mismo, que no es la autocomplacencia, no es un estado de ánimo que puede terminar con algún inconveniente desagradable o con un bochorno social.
La serenidad es una conquista nuestra, en cambio la felicidad -tan fácil de pronunciar que la tenemos- es obra muchas veces de circunstancias ajenas a nosotros. La serenidad es como andar erguido por la vida sabiéndose dueño de sí mismo, de nuestros hábitos y decisiones, de lo que somos capaces de realizar y sentir, sin ser indiferente a los problemas de los demás. Una persona serena no es quien puede encontrar refugio en su casa o entre amigos, sino quien es capaz de alcanzarla viviendo las contradicciones, las iniquidades de unos pocos, rescatándonos del mucho ruido y de las mentiras organizadas que se leen y se escuchan. Como la serenidad es un logro personal, nos procura muchas veces que nos mostremos respetado, respetable y querido.
Y si se presente la felicidad, démosle un espacio en nuestra casa y en el corazón, ya que la mayoría de las veces se aleja en muy poco tiempo. Pero -ya está dicho- la serenidad es una conquista de nuestro corazón, de nuestra vida organizada íntima y socialmente para ejercer y practicar con humildad el grandioso oficio de persona, de ciudadano.
Vicente Corrotea