Un cuento inoportuno para adultos y adultas que sacan lecciones de la porción oscura de la vida y se atreven a sonreír.
"¡Hey! ¡Sáquenme! ¿Cómo llegué aquí? ¡No estoy muerto!" Fueron los gritos desde el ataúd que ya estaba sellado. Se produjo una conmoción en el templo viendo que el difunto en realidad no lo estaba. Unos empezaron a culpar a ciertos familiares cercanos, otros a los médicos y los más a los empleados de la funeraria. Los gritos iban creciendo, algunos corrían hacia afuera y no volvían. Otros tropezaban y caían al suelo. Los que eran considerados responsables empezaron a recibir la mayor cantidad de golpes. Pocos se dieron cuenta de que la tapa de la urna ya estaba abierta y que el muerto -digamos el moribundo- podía observar lo que pasaba. Allí estaban los familiares y amigos pegándose, ciegos de aversiones y rabias con inaudita fuerza, que nunca había imaginado en plena vida ni en fiestas de camaradería donde, si las discusiones se calentaban, luego de un respiro todos los contertulios terminaban en abrazos. Vio que su mujer, la viuda, se asomó y sin creer lo que veía se alejó buscando avergonzada apoyo en alguien.
Este es la otra familia que ya conoces.
Respetuosa y alegre en los afectos
en especial con los mayores
Mientras tanto a nadie se le ocurría acercarse al ex-muerto y darle la ayuda necesaria. El moribundo se movía menos y trataba de mantener los ojos bien abiertos, hasta que dos amigos se acercaron a brindarle compañía afectuosa y preocuparse de que la tapa no cayera sobre el cuerpo de ojos espantados. Cuando uno de los visitantes vio la escena se quedó inmóvil, los demás fueron quedando en silencio escuchándose un grito apagado con voz de muerto, por supuesto: "¿Esta es mi familia y éstos mis amigos?" Entonces circuló por el aire un silencio algo espeso -del que alguien dijo, después de un tiempo, que lo sintió como un ondear de la vida desquiciada que vivimos los humanos corriendo de un lado a otro sin pensar ni retroceder-. Finalmente el moribundo, pasado algunos segundo, puso su última rúbrica a su vida: "No los he conocidos... ni los conozco". Fue un sable pesado, justiciero, doloroso que cayó sobre la concurrencia y penetró en el corazón de todos por algún resquicio corporal que los médicos no conocen, o tal vez por esa misma energía desbordada en puños y piernas y de todos esos músculos que trabajaron el odio contra seres semejantes después de compartir momentos de sus vidas.
Cuando el hombre terminó definitivamente de morir cerró sus ojos pues ya había visto demasiado. Terminaba una pesadilla pero no para aquella gente que sólo obedecía al rito de despedida banal de un deudo, sino para un hombre que los misterios de la vida habían revivido tal vez para recibir la última demostración de cariño que no llegó. Después de tanto sufrimiento el difunto mostraba una gran calma, se diría con la dicha que se advertía en su sonrisa, plena y cándida como la de un niño, de encontrar finalmente el calor de un tiempo nuevo, un espacio de sosiego definitivo.
Vicente Corrotea
"¡Hey! ¡Sáquenme! ¿Cómo llegué aquí? ¡No estoy muerto!" Fueron los gritos desde el ataúd que ya estaba sellado. Se produjo una conmoción en el templo viendo que el difunto en realidad no lo estaba. Unos empezaron a culpar a ciertos familiares cercanos, otros a los médicos y los más a los empleados de la funeraria. Los gritos iban creciendo, algunos corrían hacia afuera y no volvían. Otros tropezaban y caían al suelo. Los que eran considerados responsables empezaron a recibir la mayor cantidad de golpes. Pocos se dieron cuenta de que la tapa de la urna ya estaba abierta y que el muerto -digamos el moribundo- podía observar lo que pasaba. Allí estaban los familiares y amigos pegándose, ciegos de aversiones y rabias con inaudita fuerza, que nunca había imaginado en plena vida ni en fiestas de camaradería donde, si las discusiones se calentaban, luego de un respiro todos los contertulios terminaban en abrazos. Vio que su mujer, la viuda, se asomó y sin creer lo que veía se alejó buscando avergonzada apoyo en alguien.
Este es la otra familia que ya conoces.
Respetuosa y alegre en los afectos
en especial con los mayores
Mientras tanto a nadie se le ocurría acercarse al ex-muerto y darle la ayuda necesaria. El moribundo se movía menos y trataba de mantener los ojos bien abiertos, hasta que dos amigos se acercaron a brindarle compañía afectuosa y preocuparse de que la tapa no cayera sobre el cuerpo de ojos espantados. Cuando uno de los visitantes vio la escena se quedó inmóvil, los demás fueron quedando en silencio escuchándose un grito apagado con voz de muerto, por supuesto: "¿Esta es mi familia y éstos mis amigos?" Entonces circuló por el aire un silencio algo espeso -del que alguien dijo, después de un tiempo, que lo sintió como un ondear de la vida desquiciada que vivimos los humanos corriendo de un lado a otro sin pensar ni retroceder-. Finalmente el moribundo, pasado algunos segundo, puso su última rúbrica a su vida: "No los he conocidos... ni los conozco". Fue un sable pesado, justiciero, doloroso que cayó sobre la concurrencia y penetró en el corazón de todos por algún resquicio corporal que los médicos no conocen, o tal vez por esa misma energía desbordada en puños y piernas y de todos esos músculos que trabajaron el odio contra seres semejantes después de compartir momentos de sus vidas.
Cuando el hombre terminó definitivamente de morir cerró sus ojos pues ya había visto demasiado. Terminaba una pesadilla pero no para aquella gente que sólo obedecía al rito de despedida banal de un deudo, sino para un hombre que los misterios de la vida habían revivido tal vez para recibir la última demostración de cariño que no llegó. Después de tanto sufrimiento el difunto mostraba una gran calma, se diría con la dicha que se advertía en su sonrisa, plena y cándida como la de un niño, de encontrar finalmente el calor de un tiempo nuevo, un espacio de sosiego definitivo.
Vicente Corrotea