En esta Navidad quiero hacer lo posible por soñarme bebé y embriagarme con la leche de mi madre y quedar rendido bajo dos planetas generosos que no les gusta escucharme.
Quiero sentirme niño para recordar las enseñanzas de mi madre que yo solía escuchar atento, que el mundo es el mejor lugar para vivir y crecer pero que algunas personas le hacen grandes daños por lo que, cuando fuera grande, debía cuidarlo y protegerlo. Me decía que en nuestra plaza habían arrancados los antiguos árboles, los que se llevaron para siempre la sombra y el fresco de la tarde que unía a los niños y sus papás.
Descubrí siendo niño que en los papeles había una serie de signos. La silla alta que yo usaba para comer la usó mi madre para enseñarme a resolver el misterio en los papeles que, en realidad, eran diarios, revistas y libros. Aprendí que a uno especialmente le llamaba silabario. Fue increíble. Conocí que las claves desconocidas eran letras y números con los cuales, ella me decía, yo llegaría a comunicarme mejor conmigo y después con todos los que quisiera. Así fui aprendiendo a leer y escribir palabras como mamá, pan, perro, casa, calle, flores, agua, piedra, libros, sol, pero también dolor, ausencias, penas, consuelo. Me enseñó a escribir Dios con mayúscula.
Sólo me queda mi calidoscopio como testimonio de mi lejana infancia. Buscando un lugar nos confabulamos, él para recibir mi ternura y yo para ver conmovido un millón de breves firmamentos.
Pero mamá sufrió mucho y yo me daba cuenta, más aún, también me angustiaba con ella. No obstante, creo que eso no se debe mencionar en un tiempo de alegría navideña, como ahora, y más cuando a mis años ha quedado en el camino parte de mi fe y toda mi inocencia.
Vicente Corrotea
Fotografía tomada de Google